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No podemos vivir la vida observando solo el peligro: vivir es también un acto calmado. Pero es obvio, que, en cualquier viaje también es necesario conducir mirando de vez en cuando por el espejo retrovisor, y existe un peligro, un grave y serio peligro, que debes aprender a identificar y conocer. Te explico.

Hace algún tiempo que a veces observo un extraño rostro, despiadado, sin capacidad empática y cerrado a la escucha. Tiene tendencia al conflicto. Su mundo se divide en vencedores y vencidos. Su bando preferido es siempre el ganador.

Aparece cuando se siente humillado, lo cual es frecuente y fácil, ya que es un ser que tiene la piel muy fina y aunque es imponente como un coloso, no es sino la gran expresión de la debilidad.

Diría que este extraño rostro es el responsable de la mayor parte de nuestros males, por no decir de todos. Es peor que la ignorancia porque cuando él actúa sabe lo que hace. Por eso, es irremediablemente responsable de sus actos: es rostro y es monstruo.

Cuando era cachorro aprendió a alimentarse de la falta de amor y comprensión. Los desprecios fueron su mayor nutriente y así creció, como una infección, cobijado entre las sombras.

Sabrás donde habita porque le gusta acumular títulos y reconocimientos ya que es fan de la alabanza, para la que siempre tiene oídos. Allí donde haya flashes y fotos, allí estará flamante posando. Su tema de conversación predilecto: hablar de sí mismo. Su estilo: el monólogo. Su mirada: la que surge desde su altar de endiosado.

No trates de dialogar con él porque siempre tiene la razón. Tratar de explicarle algo es absurdo: hay ciertas batallas que antes de empezar ya están perdidas. Para él no existen los diálogos, existen solo las discusiones y los enfrentamientos. Lo demás, no forma parte de su vocabulario.

Tiene capacidad para activar todos los recursos cognitivos de una persona y crear planes y estrategias para saciar sus deseos, en el fondo siempre insaciables. Con frecuencia consigue lo que quiere, porque encuentra justificados casi todos los medios que le ayuden a lograr lo que persigue. Sin principios ni normas, es fácil ganar.

Es dominador y expansivo, somete a los demás y a la propia persona, se hace con el control de todo lo que puede. Siempre está en modo supervivencia y por eso es agresivo, rasgo que se agudiza cuanto más se ve amenazado. En algunos momentos puede desempeñar un papel protector, defendiéndonos de ciertos peligros, pero se rige por las mismas leyes que el amoníaco, que, en la cantidad justa y adecuada, en el momento y lugar precisos, su papel puede ser desinfectante, o tóxico, según se desempeñe.

Este rostro se alimenta de la crítica y se sitúa en la defensa continua, se repliega sobre sí mismo, creciéndose en sí, haciéndose tan grande como hueco, tan peligroso como absurdo. Es experto en espejismos, sesgos y distorsiones. Se desenvuelve con soltura en la manipulación y el barro, y es así como fagocita los rincones más bellos de cualquier alma.

Si un día ves este rostro evita arrinconarlo, porque se lanzará sobre ti sin ningún tipo de piedad ni respeto por ninguna frontera: emocional, psicológica o física.

Así es el extraño rostro que observo desde hace algún tiempo, aunque en realidad, he de decir… que siempre ha estado ahí. Habita fuera y dentro de todos nosotros, como en nuestro mismo planeta habitan el cielo y el infierno, el bien y mal, el Yin y el Yang.

Debemos todos, protegernos en el equilibrio de las fuerzas fundamentales, como hace el Áuryn de la Historia Interminable. El equilibrio debe ser un lugar al que siempre sepamos llegar. El día que olvidemos el camino que nos lleva a ese equilibrio estaremos perdidos sin retorno.

Y no sé si te lo estás preguntando, pero sí. Existe un remedio, un camino, una manera para no ser dominado por esta bestia: y es el amor. Pero no valen imitaciones, ni sucedáneos, ni copias baratas, tampoco caras. Vale el único amor que realmente existe: el que solo tiene billete de ida, amor de dar sin vuelta. Amor en calma. Eso es lo que nos equilibra ante este extraño rostro.

El rostro del ego.

Un artículo original de

Javier Lozano de Diego